sábado, 1 de octubre de 2011

UN VIAJE A LA TUMBA DEL EMPERADOR CUAUHTÉMOC


Abelardo Ahumada


Mañana, lunes 26 de septiembre de 2011, se cumplirán 62 años de que un día similar, pero de 1949, se publicó a nivel nacional, la noticia de que, luego de un cúmulo de azarosas búsquedas, se había descubierto la tumba del Emperador Cuauhtémoc. Nota que provocó diferentes reacciones entre los arqueólogos, los historiadores y los profesores de la época; porque mientras unos valoraban aquél como uno de los dos más grandes hallazgos de la arqueología mexicana, otros lo calificaban como una de las más grandes imposturas que los arqueólogos mexicanos habían logrado inventar, con el propósito de, según eso, darle algún asidero a la identidad mexicana, tan vapuleada entonces por el gobierno malora de Miguel Alemán.

Al cabo de algunos años y con algunas pruebas físicas y documentales de por medio, se confirmó el dato de que los restos hallados debajo de lo que había sido el altar, de una capilla del siglo XVI, en Ixcateopan, Gro., eran los del último hueytlatoani mexica.

Hasta ese punto llegaba mi información al respecto un día de julio del año 2002, cuando, sin haberlo siquiera imaginado, de repente me vi participando en un interesantísimo viaje que concluyó precisamente a unos pasos de ese antiguo templo. Dándome la oportunidad de conocer, a menos de un metro de distancia, el esqueleto de aquel joven guerrero que tanto se opuso a la conquista española…

En esa ocasión recuerdo que llegamos a Iguala, Gro. el día 31 de julio, a participar en el XXV Congreso Nacional de Cronistas de Ciudades Mexicanas, y que entre otros, íbamos por Colima, Juan Delgado, Víctor Santoyo (muerto posteriormente), Noé Guerra, Antonio Magaña, Rafael Tortajada y  este redactor.


El 2 de agosto inmediato, ya para concluir la última jornada de trabajo, el cronista anfitrión, Andrés López Velasco, un sujeto alto, sesentón, fornido, de bigotes arriscados, rostro aparentemente “mal encachado” y que llevaba siempre las mangas cortas dobladas hacia arriba y un ancho sombrero terracalentano, se presentó en nuestro salón y nos anunció:
“En cuanto concluyan pasen por favor a abordar los camiones que estarán junto a la plaza, porque nos vamos a ir a comer a un pueblo de la sierra”.
-         ¿A dónde, tú? – no faltó alguien que le preguntó.
-         Es una sorpresa – dijo, y se fue arriscando la punta derecha de su bigote.

En Iguala estaba haciendo un calorón de los mil demonios y varios compañeros decidieron mejor ya no ir a la sierra y se fueron a pachanguear a Acapulco, pero Toño Magaña y yo decidimos quedarnos y nos subimos a unos de los cinco casi destartalados camiones urbanos como a las 2 y media de la tarde; para salir de la calurosa ciudad una media hora después.

Rápidamente nos percatamos que íbamos con por la carretera a Taxco y supusimos que Andrés nos iba a dar un tour por la ciudad colonial, pero nos equivocamos.
El calorón seguía siendo infernal y no disminuía ni tantito aunque llevábamos todas las ventanillas abiertas.

Pedí permiso entonces  al conductor para ir de pie sobre la escalerilla del autobús y ver mejor los paisajes de la sierra guerrerense, no muy diferentes, por cierto, a los paisajes cerriles de nuestra región.

A los cuarenta minutos dejamos la carretera pavimentada y el convoy se enfiló por una terracería en donde nos esperaba una patrulla rural con cuatro policías armados  como comandos de guerra.

-         ¿A dónde nos llevarán  éstos? – me preguntó la esposa del cronista de Ciudad Mante, Tams.
-         Tal vez a protegernos de una emboscada del E.P. R. – respondí en broma.

Los motores rugían sobre la cresta de los cerros en casi pura primera. Varios de quienes íbamos comenzábamos a desesperar de hambre, sospechando que aquel fragoroso camino lo más que nos podría llevar era a una ranchería desierta. Error muy grande el nuestro puesto que, luego de casi un par de horas de andar llegamos, por fin, ya con pinos y encinos en el paisaje, a un pueblo interesantísimo, pintoresco y antiguo, algo parecido a los pueblos más viejos de Michoacán, pero diferente a éstos en que el suelo de sus calles y sus banquetas es ¡enteramente de mármol! pues, según nos dijeron allá no hay piedras de otro talante.

Descendimos de los autobuses replicando entre nosotros porque nadie nos avisó que ahí ya comenzaba a hacer frío y eso que apenas era la media tarde.

Impresionado por el hecho de que una simple terracería nos hubiera llevado a un pueblo tan singular indagué si no habría otro camino y me dijeron que sí, que había otra carreterita que, saliendo por el otro extremo del pueblo lo conectaría uno a Taxco. Dato que tampoco me aclaró la duda sobre el nombre y la significación del pueblo.

Yendo con mi amigo Antonio Magaña Tejeda, cronista de Cuauhtémoc, Col., y casi 200 personas más, caminamos por la calle principal del pueblo como parvada de turistas norteamericanos ante la mirada indiferente de los lugareños. Conté a simple vista las torres de cuatro templos o capillas. Uno de los cuales, evidentemente en el centro, de aspecto venerable y antiguo, que resultó ser, y me pareció increíble, el templo de Santa María de la Asunción, que comenzó a construir, en 1529, el muy venerable y respetado fraile misionero Toribio de Benavente, mejor conocido como Motolinía.

Más motivados por el hambre que por la historia, caminamos en ese momento hacia una casona señorial del centro, en donde nuestros anfitriones nos iban a obsequiar con un excelente mole de la región. La casona me llamó gratamente la atención porque en su fachada había el combativo  nombre de “Museo de la Resistencia Indígena”, y porque en su portal exterior había una muestra de los bellos muebles rústicos que producen en esa parte de la sierra guerrerense. Dándome cuenta en ese momento que ya no tenía pilas mi cámara y que no había modo de conseguir otras.

Entramos al “Museo de la Resistencia” y vimos la mayoría de las mesas dispuestas en el patio llenas ya de compañeros; por lo que decidimos recorrer el museo, mientras se despejaban las sillas. Pero cuál sería nuestra sorpresa que en la primera sala donde ingresamos estaban las jarras del agua fresca, los tambaches de tortillas, las cazuelas de mole y arroz, y las cocineras sirviendo. Mexicanos al fin, no faltó el ocurrente que gritara: “¡A la cola!”. Y en la cola nos formamos, habiendo sido de los primeritos en saciar el hambre atrasada. Hecho lo cual, viendo pletóricas las demás salas, sigilosamente nos escabullimos y nos fuimos por nuestra cuenta a explorar el pueblo.


La plaza, sin ser algo del otro mundo, es una plaza muy bella, sobre todo, porque, como podrá apreciarse en una de las fotos que presento, está igualmente pavimentada con piedra ornamental de mármol.

Muy cerca de ahí, tras la presidencia municipal, vimos un letrero alusivo a la permanencia en esa población de Doña Eulalia Guzmán, estudiosa enviada a Ixcateopan hacia el año de 1949, a quien le tocó paleografiar y autentificar los antiquísimos documentos que certificaban el enterramiento de Cuauhtémoc, Guatimotzin o Cuatemo, justo debajo del ara del templo fundado por Motolinía. Dato que nos invitó a caminar más rápido.


Llegamos a un amplio atrio frontero que, como en la mayor parte de los templos franciscanos, debió de haber servido como huerto y jardín. Vimos los muros cubiertos por la pátina del tiempo y nos retratamos allí. Pecado sería no haberlo hecho.

Pasamos  por el zaguán de gruesos tablones y herrajes. Entramos a la nave silenciosa con sus nichos vacíos de imágenes cristianas y sólo vimos al fondo, austera, sencilla, la tumba resaltada del emperador Cuauhtémoc, que fue mandado ahorcar por Hernán Cortés en un arrebato de miedo, de celos y furia.


Caminamos como sólo se camina en los lugares sagrados hasta la espaciosa vitrina que, como ataúd de cristal, muestra los restos calcinados del héroe mexica, nacido precisamente en ese pueblo, entre 1495 y 1500, como hijo príncipe Ahuízotl, que había sido enviado a pacificar y gobernar el señorío rebelde de Ixcateopan, y que luego se casó con la princesa chontal Cuayautitlalli, nativa de allí mismo.

Razón más que suficiente, pues, para que Cuauhtémoc esté sepultado allí. Pero ¿por qué y cómo llegaron sus huesos hasta ese sitio en particular?

Según testimonios fidedignos que lo prueban, Hernán Cortés mandó ahorcar a Cuauhtémoc y otros grandes tlatoanis del Altiplano el 28 de febrero de 1525, en la provincia tabasqueña de Acallan, porque un jorobado traidor que antes fue esclavo de Moctezuma, le dijo al capitán español que los jefes indios estaban conspirando en su contra.

La comitiva de Cortés dejó los cuerpos colgados y continuó su viaje en la selva, pero en la noche, treinta de los hombres más fieles de Cuauhtémoc se regresaron en secreto, lo descolgaron de la ceiba en que pendía y decidieron modificarlo mediante el sistema de “tatemado”; es decir, ahumándolo con leña verde para desecarlo, hacerlo más liviano y poderlo transportar con relativa facilidad hasta su lugar de origen. Tarea que realizaron, turnándose, en un viaje que duró casi cuarenta días.

Junto a la tumba venerada, una historiadora de Acapulco fungió unos momentos como sacerdotisa, quemando nopal y recitando letanías en náhuatl. Luego sahumó a varios de los compañeros, entre lo que Toño Magaña, gran admirador de “Mi señor Cuauhtémoc” – dice-, para pronto se apuntó.
Cerca del cráneo ennegrecido del último emperador azteca hay un delgado platillo de cobre, labrado a base de puros martillazos, que se encontró en las excavaciones y dice, con letras grabadas ya muy borrosas: “1525-1529 Rey e S. Coatemo”.



En el archivo del museo del pueblo hay un texto interesantísimo de Motolinía, del que transcribo unas frases:
“Dejo [a] estos naturales escritos [para que los] conserven como un documento [y…] sepan lo grande que tiene esta tierra como tesoro y dicha de ser la cuna de ese señor Rey Coatemo que yo tengo como un varón de mucha bravura y de mucha decencia que yo admiro en esta tierra de Ichcateopan”.
Con el ánimo lleno de admiración similar a la que tuvo Motolinía, los cronistas nos retiramos del pueblo al oscurecer, y regresamos a Iguala ya muy entrada la noche.



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CONFERENCIA DE ABELARDO AHUMADA EN EL ARCHIVO DE COLIMA

CRÓNICA EN IMÁGENES José SALAZAR AVIÑA