06 - 04 - 13
Abelardo Ahumada
Una vez más, como todos los años,
y desde tiempos ya inmemoriales, se están realizando en estos días (desde
finales de enero hasta mediados de mayo) las tradicionales romerías o
peregrinaciones al Santuario de la Virgen de Talpa.
Asombra saber que un pueblo tan
diminuto como éste (con apenas 8 mil 839 habitantes según el censo del 2010)
sea capaz de recibir alrededor de 3 millones de visitantes en cada ciclo anual.
Pero ¿por qué ocurre este fenómeno?
Una respuesta digamos laica que
me ha tocado escuchar, es que se trata de un acto de idolatría ignorante y de
manipulación religiosa que según eso promueve el clero para obtener jugosos
recursos y mantener al pueblo sometido a sus dictámenes. Otra, en cambio, de
carácter religioso, es que se trata de un acto de fe sencilla y desinteresada
que realizan los fieles para pedir un favor a la Madre de Dios, o para
agradecerle otros ya recibidos.
Para este redactor, sin embargo,
la explicación es mucho más compleja y abarca otras respuestas personalísimas que
derivan del desahucio de algún familiar, de una extrema urgencia, y que rondan incluso
el ámbito sobrenatural; en la medida que cuando se habla de verdaderos milagros
se topa uno con lo misterioso, con algo que ni el cerebro más lúcido es capaz de
entender.
Deseando, pues, indagar por qué
sucede que miles de colimotes se organizan cada año para ir a Talpa, en 2011 me
involucré por primera ocasión en una de esas romerías, con el miedo de que mi
cuerpo no fuera capaz de realizar los esfuerzos necesarios para concluir las
cinco larguísimas travesías de aproximadamente 55 kilómetros diarios que
realizan los integrantes del grupo que me invitó a participar. Ese miedo me
llevó a madrugar durante casi dos meses para entrenarme y para prepararme sicológicamente a
emprender una marcha que en cuanto a mí concierne, no tuvo, en ese primer
momento, nada que ver con la fe o con la idolatría sino, como ya dije, con la simple
idea de encontrar los motivos por los que tantos paisanos de la región se
sacrifican para llegar, todos los años, desde muy diversos caminos, hasta ese
santuario.
En el 2011, pues, emprendí el
primer recorrido y publiqué aquí las primeras impresiones que tuve de esos
cinco días durísimos.
En 2012 realicé el segundo recorrido y volví a publicar
lo visto y oído, señalando la novedad (lo fue para mí) de que muchos de los
numerosos grupos de romeros que participan en dichas jornadas actúan como según
los sociólogos, historiadores y antropólogos creen que debieron actuar las primitivas
tribus y, una vez concluida “la peregrinación del 2013”, pretendo, si ustedes
lectores me lo permiten, compartirles, más que la reseña del viaje en sí, las
reflexiones y las observaciones que pude hacer durante el fatigoso e interesante
trayecto:
Lo primero que quiero comentar es
el asombro que provoca el hecho de ver a ciertas personas pasadas de peso,
cargadas de edad, limitadas físicamente, que emprenden y realizan esas
larguísimas caminatas venciendo no sólo las dificultades inherentes a las
veredas que hay que pasar, sino soportando ampollas, dolores en las
articulaciones, cansancio inaudito, hambre, sed, solazo y muy fuertes fríos,
según las horas que cada quien dedica a la marcha.
En ese sentido vi, por ejemplo, a
un profesor de más de 60 años de edad y con aproximadamente unos 120 kilos de
peso que, aun cuando no completó todos los tramos de la peregrinación, caminó,
venciéndose a sí mismo, algunos de los trayectos más difíciles, deseando, tal
vez, recuperar una buena condición perdida. Vi asimismo (y caminé junto a él casi
tres horas por una trepada rocosa) a un borrachito consuetudinario que, aparte
de llevar una botellita de agua adicionada “con arrancador”, era evidentemente pobre, desnutrido, mal vestido, calzado únicamente
con unas sandalias de talonera y que, pese a todo ello, iba feliz, alegrándonos
a los demás la jornada con chistes y dichos muy suyos. Demostrándonos a la vez
que tiene una voluntad muy fuerte. Al menos la suficiente para derrotar a todos
esos obstáculos personales y para entrar, sobrio, enteramente sobrio, al
Santuario de Nuestra Señora en la primera misa del martes de Semana Santa, como
me tocó constatarlo en plan de testigo silencioso, admirado por no entender
cómo es que teniendo tanta fuerza de voluntad para llegar desde Villa de
Álvarez hasta Talpa en seis fatigosos días, no ha utilizado esa misma fuerza
para romper el influjo del alcohol.
Muchos otros ejemplos de tesón y
fuerza de voluntad volví a observar en este tercer recorrido. Habiendo uno que
me llamó la atención: se trata de un cuarentón colimote que suele viajar solo,
cargando una gran mochila y su bolsa de dormir. Se llama José Alcaraz Rojas,
pero es mejor conocido entre los caminantes talpeños como El Boni.
Lo he visto, coincidentemente,
los tres años. El anterior iba solo, en éste acompañado por un tío suyo: don
Heriberto Alcaraz López, de 69 años de edad. Ambos con una condición física
increíble, pues nos rebasaron varias veces durante el trayecto, llevando,
durante los primeros dos días sus pesados cargamentos en las espaldas, hasta
que durante la madrugada del tercero los vimos en una calle de Ayutla sin ellas
porque, según nos comentaron, “Los Villa (otros paisanos nuestros de una constructora
que peregrinan desde hace varios años) nos estuvieron marreando para que subiéramos nuestras mochilas a su camión”.
Este Boni del que les hablo fue, según testimonio de otro de mis
compañeros profesores, un excelente alumno suyo en una secundaria técnica de
Colima, pero que por obra del destino parece haber tenido una juventud algo
tormentosa. El caso es que como se ha convertido en un famoso y admirado
caminante entre la raza que transita de aquí a Talpa, aproveché nuestra llegada
coincidente al pueblito de San Pedro, Jal., para detenerlo, tomarle una foto y preguntarle:
-
Hola, Boni,
¿por qué por lo regular viajas solo?
-
Porque no hay quien cargue con su mochila y yo
tengo esa devoción.
-
¿Me podrías decir por qué y desde cuándo
comenzaste tú a venir a Talpa?
-
Fue hace 17 años, para rogar porque saliera bien
mi hijo de una operación del corazón que le tendrían que hacer. Luego para
agradecer el milagro y después para seguir abogando por la gente.
-
Y, usted, don Heriberto, ¿por qué y desde cuando
vino?
-
Yo tengo apenas viniendo dos años salteados.
Vengo aquí con la ayuda y con la guía de mi sobrino. Y lo que me pasó a mí, fue
que yo también le pedí a la Virgen un milagro y me lo concedió. Y por eso la
primera vez que vine, en el 2011, le prometí que mientras que pudiera todavía
caminar volvería. Y aquí me tiene otra vez, pese a mis 69 años cumplidos.
Frente a todos estos cuatro casos
que he comentado, y a muchos otros que incluso duplican el cansancio y los
sacrificios que tienen que realizar otras personas más débiles o limitadas que
emprenden y culminan sus marchas, uno necesariamente se vuelve a preguntar qué
es lo que mueve en el fondo a todas esas personas. Y se da cuenta que fanatismo
no es, sino una combinación de fe, de esperanza, de necesidad, ganas de mejorar
y superarse en bien suyo o de los demás, por los que “van abogando”, como nos
dijera El Boni.
04 Decenas de miles de fieles mezclados con simples aventureros y gente curiosa transitan cada semana por aquellos agrestes caminos. |
Más allá de esto, que ya de por
sí maravilla y ronda en lo misterioso, hay otros elementos que son muy
gratificantes para los peregrinos, o para los caminantes con simple curiosidad,
como su servidor: y uno de ellos es la gloriosa y significativa oportunidad de
encarar, como lo hicieron nuestros antepasados más primitivos, la naturaleza en
toda su magnificencia, rigor y esplendor, tanto cuando va uno caminando, bajo
la frialdad de las tres o cuatro de la madrugada, por un sendero iluminado por la luz lechosa de la Luna llena; o cuando
va siguiendo un camino ancestral que bordea el curso de un río; o cuando
transita, cansado, casi al punto de la insolación, bajo el ardor inclemente del
Sol, y se merman todos los bríos y todos los músculos y huesos del cuerpo reclaman dejarse caer en la primera sombra
que les ofrezca el campamento esperanzador.
En ese sentido quiero cerrar esta
primera parte refiriéndoles una experiencia que tuve al despuntar la tercera
madrugada de nuestro recorrido: habíamos pernoctado esa tercera noche en un
pueblito que se llama Casa Blanca. El despertador del profesor José Ramírez
Cosío volvió a sonar a las 2:30 horas con la melodía de El Bueno, El Malo y El Feo. Levantamos rápidamente el campamento,
nos abrigamos lo mejor que pudimos para enfrentar el cierzo que sopla en ese
alto valle y comenzamos a recorrer el camino antiguo hacia Cuautla a las 3:15, mientras
los reflejos lunares nos permitían percibir, nítidos, los perfiles de los
cerros a kilómetros de distancia. Bebimos una taza de café caliente en una
ermita en las afueras de Cuautla hacia las 4:45 y, cuando íbamos a reemprender
la marcha y la Luna se ocultaba en el horizonte, descubrí que mi botella con
agua no estaba allí, y mientras localizaba otra, mis compañeros se adelantaron
y tuve que caminar solo hasta Talpita.
05 Aun cuando Talpa no es, desde la perspectiva de la Secretaría de Turismo, un “pueblo mágico”, sí lo es, desde hace siglos, desde la perspectiva de los fieles que lo visitan. |
Fueron dos horas gozosas en las
que, caminando por un sendero de hierba pisada, no hubo nadie que se
interpusiera entre La Tierra y mi ser; o entre los millones de estrellas que cintilaban
en la esplendente Vía Láctea y mis ojos que se acostumbraron a ver con su tenue
luz. Todo eso antes de llegar, unos minutos después del amanecer, a Talpita, en
donde en un comedor sumamente rústico, sombreado con simples ramas secas de
sauces, desayuné, ya otra vez junto con mis compañeros, una vigorizante taza de
canela endulzada con rompope, un plato de costillitas de cerdo con salsa verde
y tres suculentas tortillas como de 30 centímetros de diámetro recién salidas
del comal.
Continuará.