Abelardo Ahumada
El 26 de julio tuve oportunidad de estar toda una tarde en Zacatecas y pasar una noche allí antes de continuar un viaje a Durango. Zacatecas siempre me ha sorprendido y cada vez que voy, aunque ya la conozca en buena parte, no deja de llamar mi atención hacia antiguos elementos suyos que, sin embargo me parecen nuevos en la medida de que, una de dos, o no me había percatado de ellos, o sólo los había visto desde un solo ángulo o demasiado aprisa.
Llegamos allí hacia las dos y media de la tarde después de haber salido de Colima un poco después de las 7 a.m. y de manejar 560 kilómetros, atravesando por autopista todo Jalisco, todo Aguascalientes y una porción del reseco paisaje zacatecano.
Desde que dejamos atrás la región de Los Altos y nos introdujimos al territorio hidrocálido pudimos observar que no había caído una sola gota de lluvia allí, notándose la tierra árida, pedregosa, con sólo unos cuantos chaparrales espinosos aportando un poco de vida vegetal en aquellos paisajes desolados.
Atravesamos la ciudad de Aguascalientes con la sensación de que su conocido nombre sólo es evocador de un pasado que no volverá y tras considerar que debe ser una población sedienta, pues ni un solo arroyito pudimos ver al atravesarla. Teniendo presente el interrogante de cómo le habrán de hacer las autoridades para saciar la sed de los ciudadanos y la demanda de agua de sus numerosas industrias.
Un poco más allá de la ciudad, sin embargo, entramos a una zona fértil, nutrida por algún sistema de riego, en la que sin embargo ya no existen más los viñedos que antes dominaban el paisaje.
Continuamos por una nueva autopista que sigue poco más o menos en paralelo el trazo que tuvo el Camino Real del Norte (que llegaba hasta Las Cruces, Nuevo México), y nos volvimos a quedar admirados de cómo pudieron los antiguos arrieros, los ejércitos y el propio presidente Benito Juárez transitar por aquellas extensísimas soledades cubiertas de roca desnuda y tierras pobrísimas en las que durante decenas de kilómetros no se ve una nota verde, ni señal de que pudiese existir un mínimo ojo de agua.
Hacia las 2 p.m. pasamos por Guadalupe, ciudad con vocación minera. Siete kilómetros más y la carretera se convirtió en bulevar aproximándonos hacia la zona céntrica de Zacatecas, a donde penetramos bajo un cielo intensamente azul en el que allá muy lejos, pegadas casi con la línea del horizonte, estaban unas nubes grises que más tarde llegarían allí.
01.- Fuente dedicada al capitán Juan de Tolosa, quien descubrió en 1540 las vetas de plata que dieron sustento y fama a la ciudad. |
Las calles y las avenidas de Zacatecas son torcidas, sinuosas, suben y bajan conforme el suelo del mineral se los fue determinando a sus constructores. Sinuosas y torcidas, dije, pero elegantes, bonitas, como para presumir a quien tenga las ganas de transitar por ellas. Pues no sólo están bordeadas por aceras limpias de piedra laja, sino que las adornan numerosos edificios que, transformados hoy en hoteles, bares, restaurantes, galerías, cafés, museos y otros espacios destinados al turismo, son verdaderos monumentos coloniales que se suman a sus bellísimos y espectaculares templos, al acueducto, a los teatros, a la catedral, a los ex conventos, a las escuelas, al gran mercado y, por supuesto, a los palacios oficiales; pero predominando siempre el majestuoso cerro de La Bufa con su mirador lleno de arcos, con su teleférico, su estación meteorológica porfiriana y con los preciosos monumentos ecuestres del Centauro del Norte y del Gral. Felipe Ángeles.
Dejamos estacionado el auto en cualquier calle y nos fuimos a recorrer la ciudad a pie, para buscar, de paso, un hotelito o un hostal en el cual pernoctar. Tuvimos suerte pues, siendo temporada alta de turismo conseguimos una recámara en un hotel mínimo apenas una cuadra al norte de catedral y, ya depositadas las maletas, salimos a comer a sólo cincuenta metros de allí, por la misma acera, en la planta alta de una casona colonial donde quién sabe cuántas generaciones de españoles primero, y de criollos y de mestizos después habrán vivido a sus anchas o a sus angostas; según haya sido su suerte.
Un cantante ya viejo pero de bien timbrada voz y no muy buen destino, estaba amenizando la comida, contratado por el restaurante. Se acercó a nosotros en algún momento, nos preguntó por nuestros lugar de procedencia y, sabiéndolo, nos dijo, con la cara alegre, que algunos meses de sus juventud estuvo trabajando acá, en Colima, trabajando con alguno de los tríos que había entonces y que recordaba a Los Canta-recio; pero ya no nos dijo más porque comenzó a interpretar La Hiedra, que se solicité: “Pasaron desde aquel ayer, ya tantos años...
En eso comenzó a lloviznar, y el viejo cantante hizo fiesta al concluir la canción, diciendo que Dios se había apiadado finalmente de Zacatecas, enviándole la primera lluvia, aunque ésta duró apenas unos ocho minutos.
Salimos después de los postres. Mis acompañantes subieron al techo de un autobús turístico y yo me fui a dormir un rato para compensar la madrugada y las horas de manejo. Volvió a llover, pero ahora con más ganas. Corrió el agua por las empedradas calles, se limpió aún más la cristalina atmósfera, y a la media hora, cuando faltaba un poquito para las seis, ya sólo quedaba en el aire el olor balsámico de la tierra recién mojada.
Cientos, tal vez miles de turistas deambulaban por la zona céntrica de la ciudad señorial, compartiendo espacios con los amables zacatecanos. En las gigantescas graderías frente al teatro unos payasos callejeros tenían montado su show y a unos doscientos espectadores festejándoles sus ocurrencias.
Jóvenes disfrazados de diablos, monjes, monjas, duques, caballeros, damas, espadachines y mineros de porte antiguo se mezclaban entre la gente para ofrecerles recorridos nocturnos por las callejas y callejones donde, según ellos, ocurrieron nefastos acontecimientos que hoy son leyendas o historias tenebrosas de la ciudad; pero nos negamos a seguirlos y continuamos andando por la avenida Hidalgo, gozando con la contemplación de las hermosas fachadas de los edificios y, ¿para qué mentir?, también de las hermosas muchachas que, turistas o no, iban embelleciendo las banquetas de piedra.
El paseo nos llevó primero hasta La Alameda, un bonito lugar con pisos, bardas, bancas y fuentes hechos de cantera rosa, pero que por la reciente lluvia parecía ser anaranjada, en el que con sumo cuidado y grandes trabajos los jardineros han sabido mantener un parque de singular hermosura, aunque sólo se miren en él apenas unas cuatro variedades arbóreas y flores de un par de especies, pero artísticamente ubicadas, formando setos o líneas de división en las secciones del parque.
Desde allí, poco antes del anochecer, subiendo lomas pavimentadas, nos encaminamos hacia el histórico acueducto que ahora están reforzando, pero antes de llegar a él nos detuvimos unos minutos para solazarnos con la belleza gótica del templo de Nuestra Señora de Fátima, también construido con cantera rosa-naranja.
Luego llegamos al parque de las aguas danzarinas, situado en lo que fuera la hondonada de un cerro, entre el acueducto y el museo Pedro Coronel, que a esa hora ya estaba cerrado. Gozamos el espectáculo de las fuentes que esa noche danzaron al ritmo de Bésame Mucho, Frenesí y algunos otros famosos boleros. Y desde allí, por la calzada zigzagueante dedicada al Gral. Jesús González Ortega, volvimos al corazón de la ciudad, cuyas luminarias comenzaban a encenderse por todas partes.
Nos reímos un buen rato con las gracejadas de los payasos callejeros de las graderías frente al teatro. Cenamos un pozole norteño y unas enchiladas zacatecanas antes de irnos a dormir, y pasamos una noche fresca que por el momento nos hizo olvidar el calor húmedo de Colima.
06.- La iluminación de los edificios ayuda a resaltar su belleza. Zacatecas, tan mexicana, parece sin embargo europea. |
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